En
una caminata por la ciudad de Salta, Alfredo Olmedo se topó con un niño que
acompañaba a sus padres mientras vendían medias y sombreros en la vía pública. Nuestro
Diputado Nacional elogió al joven, resaltando lo importante que es para
cualquier persona empezar desde pequeño a comprender como funciona el mundo en
el que se habita. Ese muchacho, además de compartir las tardes de sus
vacaciones escolares con sus padres, está haciendo lo que Juan Bautista Alberdi
denominaba “educación por las cosas”, que no es más que experimentar directamente
el ámbito en donde se producen los intercambios comerciales, el lugar en donde
la demanda se encuentra con al oferta, el sitio en donde las personas ponen a
andar a la vida cotidiana. De esa manera el niño aprenderá que las cosas nunca son gratis, que allí donde hay un derecho hay también una obligación.
Sin
embargo no faltaron quienes, horrorizados por encontrar a alguien que se mueve
a contramano del discurso hegemónico, criticaron a Olmedo. Uno de ellos fue Carlos Morello. Lo de Morello, creo yo, es demagogia. Porque Morello (al igual
que muchos progresistas como él) confunde el concepto de “trabajo” con el de
“explotación”. Hacer la ecuación “trabajo = explotación” es la manera más
escandalosa de impedir la recuperación de la cultura del trabajo, que es, dicho
sea de paso, una de las principales metas del mal denominado “progresismo”.
Ningún niño (y ningún adulto) debería ser explotado, es decir nadie debería
“trabajar” en prostitución, venta de drogas, mendicidad, robo o cualquier otra
actividad indigna. Pero para los progresistas (y Morello es uno de ellos) la
prostitución debe ser legal “para acabar con las redes de trata”, las drogas
deben circular libremente “para no criminalizar a los consumidores”, las cárceles
deben poner en las calles a los que atentan contra la propiedad privada “para reinsertar
a los excluidos”. Es decir, la lógica del progresismo consiste es ser ilógico. Es
por ello que Morello critica a Olmedo, y allí en donde hay alguien construyéndose
un futuro él ve a una víctima.
Hace
cincuenta años atrás uno se encontraba con muchas personas que eran analfabetas
pero que mostraban una gran predisposición a esforzarse y aprender un oficio
para progresar trabajando. Hoy, en cambio, se da en muchos casos la paradoja de
gente que sabe leer y escribir, gente que incluso tiene un título que acredita
que concluyeron los estudios de nivel medio, pero que, pese a ello, no
manifiestan las actitudes necesarias para la vida laboral. Es que el trabajo,
lamentablemente, ya no es percibido como un medio para el progreso personal,
sino que más bien se lo entiende como una carga incómoda que perturba la vida
fácil. Digámoslo claramente: ya casi no se preparan, en la escuela o en la vida
familiar, personas dispuestas a enfrentar el desafío de la vida laboral.
Es
por ello que resulta urgente la recuperación de la cultura del trabajo. Y hay que
hacerlo desde abajo: son los más jóvenes los que más precisan ver que la
recompensa por el esfuerzo es la auténtica autonomía. La responsabilidad, el
orden y la higiene –hábitos que, en la actualidad, muchos consideran
intrascendentes– son un producto de la cultura del trabajo que se transfiere a
la vida cotidiana: hoy en día cuesta muchísimo encontrar jóvenes higiénicos,
ordenados y responsables. Trabajar no es sólo un medio para pagar deudas o
consumir bienes y servicios, es una manera de sentirse libre (algo que, según la opinión progresista, es una barbaridad que no tiene nombre).
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