Entre cyber-Montoneros y los nuevos Robledo Puch
La Conferencia Episcopal
Argentina, como sucede habitualmente, acertó al describir a la Argentina actual. Esta
vez, el órgano que nucléa a los obispos y arzobispos del país dio en la tecla
al señalar que la Argentina está enferma de violencia. El fenómeno de los linchamientos es la prueba de
ello: harta ya la gente de vivir en medio de tanta agresividad física y
emocional, reaccionan de la peor manera con la creencia de que han encontrado
el modo de lograr la paz a través del uso la propia fuerza, ya que no parece
haber nadie más intentado concretar ese objetivo.
La violencia que se ve ahora no
es como la violencia de antaño. En la década de 1970, por ejemplo, ponían
bombas y asesinaban gente tras secuestrarla y torturarla en la obscuridad. Pero
así como había una violencia ideologizada, también existía la violencia
gratuita, cruda y banal (tal y como lo comprueba, por ejemplo, el nefasto
Robledo Puch).
Hoy en día, esa violencia
política ha resurgido aunque reconvertida: la guerrilla ya no es una táctica
bélica sino comunicacional. Los medios masivos de comunicación y la Internet son el nuevo
campo de batalla para la guerra entendida como continuidad de la política, por eso hay tanta injuria y calumnia. Y
junto a ese drama del cyber-montonerismo, asistimos también a la multiplicación
de los Robledo Puch, desequilibrados que no se conforman con robar sino que
además golpean o asesinan a sus víctimas inermes (no tanto por el placer de
hacerlo sino más bien por la inconsciencia con la que operan).
Tu quoque
¿Cómo respondieron los oficialistas ante lo que la Conferencia Episcopal Argentina señaló? Pues con violencia, como es su costumbre.
Los generales de La Cámpora acusaron a la Iglesia Católica de haber realizado golpes de Estado, el periodista Roberto Caballero le endilgó a los obispos y arzobispos estar haciendo política derechista en contra de lo recomendado por el Papa Francisco, y la Presidente Cristina Fernández de Kirchner combinó ambas sandeces para minimizar la impactante verdad que ya nadie puede negar.
Con derechos pero sin obligaciones
¿Por qué hay tanto salvajismo en
una sociedad civilizada como la nuestra? No es fácil contestar la pregunta,
pero ciertamente se pueden intuir los principales motivos: si nos fijamos en
quienes ejercen la violencia (y hablo del avallasamiento del otro y no de
aquellos que sólo se defienden recurriendo a la fuerza) notaremos que todos
tienen como común denominador a la pobreza. Pero esta pobreza no es siempre
material, es –es en casi todos los casos– una pobreza espiritual.
En Argentina se habla mucho de
“inclusión”, pero ¿qué significa realmente ello? Hay que ser ciego para no ver
que la inclusión a la que tanto veneran los oficialistas es una mera inclusión
material: a través de algún plan social se les da dinero a las personas para
que accedan a las motos, los celulares, los televisores y demás bienes simbólicos
a los que –exceptuando, claro, la vía del saqueo o el robo– de otra manera no
podrían acceder. Y también se les da o mejor dicho se les amplía derechos. Una
persona que consigue turno en un hospital después de haber hecho seis horas de
cola, o un niño que va a la escuela a jugar al Nestornauta o a ensayar con una
murga, o alguien que mira por la televisión un partido entre All Boys y
Chacarita está siendo “incluido” según los kirchneristas. Y todo ello gratis.
Precisamente allí está el
problema: la gratuidad de las cosas. Donde hay necesidades deben surgir los
derechos, pero tales derechos deben estar acompañados de obligaciones, o de lo
contrario nos internamos en la ilusión de un mundo sin consecuencias. La única
obligación que los kirchneristas les exigen a sus “incluidos” es que voten por
ellos cada vez que hay una elección o que copen las plazas cada vez que hay un
acto organizado por el gobierno, pues ni a hacer el servicio militar los mandan
a sus clientes.
Ocupados en llenar estómagos, los
kirchneristas omiten satisfacer el hambre espiritual. En las escuelas quitan la
religión y los símbolos religiosos, pero les sirven a los chicos el desayuno y
el almuerzo que sus padres deberían servirles en sus casas. Como reemplazan a
Dios por “Él” y “Ella”, entonces los jóvenes no interiorizan la culpa: en la
cultura cristiana si yo hago mal las cosas, le estoy fallando a Dios quien me
dio la libertad para que elija la virtud y rechace el vicio; en la cultura
kirchnerista, en cambio, al hacer el mal a los únicos a quien les fallo son a
los líderes, quienes, por suerte, no son omniscientes y por tanto no se pueden
enterar (y en todo caso si va uno preso allí también están los misioneros
kirchneristas trabajando incansablemente para que no se pierda la fe en el
matrimonio santacruceño).
La cura
La Conferencia Episcopal
Argentina, así como ha diagnosticado la enfermedad, también ha recetado la cura
para la violencia: “El vínculo de amor con Jesús vivo cura nuestra
violencia más profunda y es el camino para avanzar en la amistad social y en la cultura
del encuentro”.
En efecto, Jesús
es la respuesta. De Jesús tenemos la enseñanza del amor. El amor es lo que cura
a la violencia. El Estado argentino debe trabajar para educar primeramente en
el amor, valor supremo como enseña la tradición occidental. Y amar no se trata
de poseer al otro, se trata de responsabilizarse por el otro (entendiendo dicha
responsabilidad no como el darle de comer al otro cuando tiene hambre sino el
permitirle al otro que crezca y nos alimente a nosotros cuando tengamos hambre).